Hoy nos pondremos serios, pero sin que sirva de precedente.
Hay personas que, a lo largo y ancho de la vida, se van cruzando en
tu camino y, sin tú darte cuenta, se van haciendo un pequeño sitio en tu
historia. Pequeño, porque cuando ya no hay vuelta atrás te das cuenta
de lo escaso que ha sido; pero eso no le quita importancia, aún diría
más, creo que precisamente es eso lo que le confiere un halo de sutil
grandeza.
Las horas de vuelo hacen que veas las cosas con otros
ojos y lo que antes carecía de emoción ahora te hace incluso llorar.
Este fin de semana he despedido a dos buenas personas. Ambos de
fuerte carácter, profundos principios, curtidos por la vida hasta dejar
esos rallujos en la frente que, como los galones descoloridos de los
sargentos, no hacen sino evidenciar la experiencia adquirida tras años y años de pelear.
Y le he dicho a MJ que cada vez me resultan más tristes los funerales.
Que me dejan ese sinsabor del antes de hora. Que son despedidas a lo
bestia, que te sacuden como desde dentro. Que me duele esa especie de
punto y final, y que no soporto ese ruido astillado y horrible al
arrastrar el féretro dentro del nicho. Y que luego la gente se va, y que
se queda todo aquello tan solo, y con todas aquellas historias como
ordenadas en una estantería, tan triste,...¡y que qué frío hace siempre
en los cementerios!

Y he querido enseñarte esta acuarela que refleja la vuelta del camino, el no saber qué viene detrás, el otoño, el frío que se te echa encima y te pilla sin haber llegado a casa.
Va por vosotros, Jesús y Miguel; haré por no olvidar los buenos, y demasiado escasos, momentos.
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